Ese abrazo que no te di, hoy me pesa. Es un ayer sin ahora. Sólo una puerta cerrada, al que asoma un túnel que viaja veloz, hacia un destino de un andén que lleva a ninguna parte. Da qué pensar. Me sume en el silencio. No en cualquier silencio. Uno, más bien, autoimpuesto. Ni siquiera la mirada, es la de siempre, rehúye cierto contacto humano: una cámara de vigilancia frente a los otros. Desconfianza. Extraño comportamiento para protegerse, protegernos. No dudo que nos salve. Abrir, salir. Las escaleras sin ascensor, con tacones: un ocho mil poder treparlas. Respirar es un continuo jadeo. Sudor. Andar. Este camino solitario. Transitar. Calles - trinchera que no disparan en apariencia ni un solo tiro. Y me pregunto: ¿Será posible mañana? Me digo que sí, pero no sé si la niebla. El horizonte es borroso. Esperanza. Querer que vuelvas a mí y yo volver a ti. Fundirnos en un abrazo infinito, donde habita el refugio y la alegría de nuestro mundo. Mis ojos encuentran una luz que asoma de entre los edificios. El atardecer que llega y con él, un murmullo de voces y gente que corre. ¿A dónde van? Apresurar el paso. Unirse. Al otro lado de la calle, una riada de personas se aproxima hacia nosotros. Y nosotros hacia ellos. Reconocerse, reconocernos. Entre la multitud hay un enorme remolino de abrazos que se funden entre sí. Ese abrazo que no te di, te espera. Ya no me pesa. Ahora, sí, ahora nuestro abrazo es hoy: volver a la vida con la emoción erizada en nuestra piel.