CUANDO NACIÓ SE LO REGALARON AL NIÑO.
Ya se había convertido en una tradición que pasaba de padres a hijos durante varias generaciones, y ahora le había tocado a él, al pequeño de la familia.
Sus tres hermanos ya tenían el suyo y como buenos descendientes de una larga saga de ganaderos, velaban desde muy pequeños que a sus respectivos terneros no les faltase de nada, hasta que, sobre los cinco o seis años, alcanzasen la edad adulta y les llegase la hora de partir a defender la bravura de su sangre, de su casta.
Decidió llamarlo Honesto porque esa mañana había aprendido en la escuela lo que significaba esa palabra y se le había quedado metida en la cabeza.
Al día siguiente, cuando lo llevaron al colegio, nada más bajar del todo terreno explicó con gran profusión de detalles la fisonomía de su «pequeño torito» a todos sus compañeros de clase.
—Hooo, neeees, tooo —repetía a quienes no se enteraban del nombre elegido.
Y así, Carlitos se encariñó con el animal. Cuidó que nunca le faltase de nada, y siempre atento a su cometido, burlaba la vigilancia del mayoral para ir a pasar un rato a solas con su torito cada vez que encontraba una ocasión.
Carlitos acababa de cumplir diez años y le pedía a Dios en sus oraciones que su ternerito, su Honesto, no resultase flojo de casta, aunque nunca había tenido muy claro lo que significaba eso, hasta que un día escuchó a uno de los vaqueros referirse «al hijo pequeño del patrón» de esa forma. No debía ser algo bueno porque el mayoral se enfadó mucho con él y lo echó de allí para siempre.
Él se sabía especial, no llegaba a comprender lo que significaba estar afectado por el síndrome de Down, pero en su clase había más niños y niñas como él: divertidos, risueños y muy guapos.
Pero su Honesto tenía lo que a él le faltaba: fuerza, valor y la determinación que él echaba de menos en su frágil personalidad.
Así, Carlitos vio crecer a su toro, bravo y libre entre los pastizales de la dehesa.
Nunca sabremos por qué Dios escuchó las plegarias de Carlitos, pero al cabo de cinco años, le llegó el turno a Honesto de demostrar su «nobleza» en la plaza de toros.
Él quería ir junto a su toro, pero sus padres se opusieron tajantemente. Ya tenía dieciséis años y llevaban a su mejor amigo a demostrarle a la gente su fuerza y su valor.
Carlitos sabía que su lugar estaba junto a su amigo, y tomando como ejemplo su singular valentía, cogió algo de dinero de su hucha y consiguió escapar de casa campo a través hasta una parada de autobús, allí preguntó por la mejor forma de llegar a la ciudad.
El día de la corrida, su Honesto lució con orgullo animal los colores de la ganadería de su familia.
Embistió con fuerza y puso en más de un aprieto a los asombrados picadores. La faena se alargaba entre pares de banderillas y profundos puyazos dolorosos.
Carlitos, asombrado y con lágrimas en los ojos, se preguntaba hasta dónde podía llegar el aguante de su hermano toro, y sentía penetrando una y otra vez en su cuerpo, el acero frío como un anticipo de la muerte.
El torero completó su faena y el toro esperaba en el centro del ruedo lo que llamaban la suerte suprema y que Carlitos no sabía exactamente en lo que consistía.
Dicen que los toros son miopes, pero quiero creer que Honesto descubrió a Carlitos entre el público, y cruzaron una mirada nebulosa. El fiero animal dio unos pasos hacia él mientras que el torero lanzado con su estoque en la mano buscando la muerte del toro perdió el equilibrio.
Me dijeron que en ese momento ocurrió lo inesperado: la plaza completa se convirtió en un estallido de palmas y ovaciones alabando la fortaleza del noble animal.
Los pañuelos se arrancaron a volar como miles de palomas de la paz agitadas violentamente.
Pedían el indulto del toro y éste no se hizo esperar.
Desde entonces Honesto y Carlitos envejecen juntos en la dehesa crepuscular de sus padres. Cuentan estrellas de noche y gotas de lluvia por las mañanas. Él es feliz, aunque, pese a su empeño, aún no ha conseguido enseñar a atender por su nombre a su querido hermano toro.
—Hooo, nesss, toooo. Te llamas Hooo, nesss, tooo.
*
Las cosas no sucedieron así realmente, lo admito, pero me niego a aceptar como cierto el trágico desenlace que me contaron.
Llámenme mentiroso, embaucador o marrullero, pero lo he intentado de mil formas y me ha sido imposible. Necesito creer a pies juntillas que existe un Dios magnánimo y bueno, protector de los niños mágicos y de las nobles criaturas que pueblan el mundo. Pero si él, en su omnímoda benevolencia, permitió que la historia de Carlitos y Honesto terminase de forma trágica, debería ser hora ya de ir pensando en descabalgar al todopoderoso de su inmerecido pedestal.
De momento prefiero imaginarlos así, como ya he contado, y poder terminar por una vez en mi vida un cuento como siempre deseé. Con el alma inflamada por la emoción y que la última palabra escrita sea «perdices».
Alfonso Cost