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Estalla la tormenta de Alicia Domínguez

Autor/a... By Rosario Troncoso

"La verdad es un relámpago"

Clarice Lispector

Por fin ha cesado el ajetreo. Durante las tres horas que ha durado el registro, Rosa no se ha movido del sofá. La mirada puesta en el cielo como si detrás de las nubes grises que se acercan amenazadoras, estuviera la respuesta al caos que acaba de desatarse.

En el silencio que sobreviene cuando los agentes abandonan el chalet, los latidos de su corazón suenan atronadores. En un gesto instintivo, se lleva la mano al pecho. Lo siente cerrado, como si las costillas se hubieran soldado unas a otras. Tiene la boca seca. Se dirige a la cocina. Al abrir la puerta, Bruce se lanza a sus piernas y comienza a ladrar. Lo aparta con el pie. Se dirige a la fregadera, abre el grifo y se sirve un gran vaso de agua. Se lo bebe de un sorbo. Sus ojos se posan en el arriate del jardín. A pesar de lo avanzado de la primavera, ni una sola flor ha crecido. Un rictus amargo se dibuja en su boca. Se llena el vaso de nuevo y vuelve al salón.

Su marido está en la terraza hablando por el móvil. Se mueve de un lado a otro, mientras gesticula con la mano y niega con la cabeza. Le oye gritar, aunque no alcanza a oír lo que dice porque la puerta está cerrada. Lo ve arrojar el móvil a suelo y llevarse las manos a las sienes.

Ha comenzado a llover.

Daniel vuelve al salón y se deja caer pesadamente en el sofá.  Ella se fija en que no lleva calcetines. Siempre ha odiado a quienes llevan los mocasines sin calcetines, pero esta mañana no le ha dado tiempo a ponérselos. Todo sucedió muy rápido: la señora del servicio farfullando que en la puerta estaba la policía; Daniel vistiéndose de cualquier modo, saliendo a encontrarse con el secretario judicial que le mostró la orden de registro; los agentes entrando en tropel en la casa, revolviéndolo todo, haciendo preguntas, llevándose cosas…

Por un momento, siente lástima de él. Es la imagen de un hombre derrotado. La cabeza oculta entre las manos; la espalda arqueada; la respiración entrecortada. Nada que ver con el hombre enérgico que ha enfrentado las preguntas de los policías con esa actitud altanera y chulesca que le caracteriza.

Titubeante, Rosa avanza hacia el centro de la habitación, pero no se atreve a sentarse junto a él. Se sitúa delante del ventanal y espera. A su espalda, puede sentir el desastre goteando cal viva sobre sus cabezas; las preguntas suspendidas en el aire. Cuando Daniel rompe el silencio, lo agradece.

—¿Cómo sabían dónde estaban los cuadernos?

—No sé de qué me hablas —le responde ella sin volver la cabeza.

—Fueron directos a la caja fuerte del vestidor. ¿Cómo sabían que estaban allí?

—Te repito que no sé de qué me hablas.

Daniel se levanta, se aproxima a ella y la coge por el pelo, una melena tan roja como la ira que flamea en sus ojos. Con una violencia inusitada, le flexiona la cabeza hacia atrás. El vaso cae al suelo y se rompe en cientos de diminutos cristales que se esparcen a su alrededor.

—Suéltame. Me haces daño —le increpa con el débil hilillo de voz que le sale.

Él la suelta con evidente gesto de desprecio. 

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué?

—Estás nervioso y solo dices tonterías.

Rosa se vuelve de nuevo de espaldas. Tratando de disimular su estremecimiento, se mete las manos en los bolsillos de la bata y comienza a balancearse sobre sus pies. Ese gesto siempre la ha consolado. Desde niña. Pero él no le da tregua. La coge por el brazo y continúa gritándole. Ella cierra los ojos y aparta la cara.

— ¡Mírame! ¡Te digo que me mires!

—¡Me da asco mirarte! Eres un mentiroso y un corrupto.

—Y ¿desde cuándo te importa a ti eso? Mira a tu alrededor. Mira todo esto. Jamás te has preguntado de dónde ha salido. Tampoco qué es lo que firmabas ni por qué. Te has limitado a disfrutarlo sin hacer ni una sola pregunta.  

 —¿De veras crees que yo quiero esto? ¿Qué alguna vez lo he querido?

Rosa se deshace con fuerza de la mano que atenaza su brazo. Ahora es ella la que grita fuera de sí. A grandes zancadas, se dirige a la vitrina, —un carísimo modelo de un afamado interiorista valenciano, uno de tantos chupópteros que revolotean en torno a su marido—, abre sus puertas y arroja una figura de Botero al suelo. El impacto retumba como debió de hacerlo la cabina del bombardero que arrojó la Little Boy sobre Hiroshima.

—A mí esto me importa una mierda. —Su voz ruge como lava emergiendo de las entrañas de la tierra.

Otra figura, esta vez una Madonna, cae junto a los fragmentos de la anterior.

—Estás loca, tan loca como tu madre. Y tan hija de puta.

—¡No me compares con mi madre, malnacido!

—No te soporto.

—No, claro que no. Tú solo soportas a la puta esa de Celina.

—No tienes ni idea de lo que dices.

Daniel se dirige a la puerta, pero ella lo intercepta antes de que la alcance. Con los brazos extendidos, le impide el paso.

—¡Déjame salir! —le ordena.

Pero ella se mantiene rígida. Los ojos de gata apaleada, antes tan azules, se han vuelto grises, tormentosos; los dientes apretados; el gesto colérico.

—No sé lo que digo, ¿verdad? ¿Y esto?

Rosa se lleva la mano al bolsillo de la bata, saca un mazo de fotografías y se las lanza a la cara. Decenas de rectángulos se esparcen por el aire y caen al suelo como lluvia radiactiva. 

—¿De dónde las has sacado?

—¿Te crees que soy tonta? Las encontramos en tu despacho.

—¿Las encontramos? ¿Quiénes? —Se le acerca, la agarra de las solapas y la zarandea—. ¿Quiénes?

—Óscar y yo.

—¿Cómo has podido meter a nuestro hijo en esto? Eres despreciable.

—Tenía derecho a saber qué clase de padre tenía.

—Pero no qué madre, ¿verdad?

Repuesto de la sorpresa, Daniel comienza a reírse, primero bajito, y luego, a carcajadas. El eco de su risa se extiende como napalm por la habitación. La cara de perplejidad de Rosa le provoca aún más risa.

—Eres tan estúpida… Lo de Celina se acabó hace mucho tiempo.

—¿Y quién es ahora?

—...

—Da igual, no me lo digas. Me importa poco quien sea ni como se llame.

—¿Ni aunque se llame Silvia? —Los ojos de Daniel adquieren un brillo extraño, de amarga victoria.

Al escucharlo, Rosa siente que el techo gira sobre su cabeza. Las piernas se han convertido en dos cañas huecas incapaces de sostener su peso. Temiendo caer, se apoya en el brazo del sofá. A tientas, se acerca al borde y se deja caer en él. Emite un grito mientras se agarra la cabeza con las manos. El golpeteo de la lluvia sobre los cristales amortigua el sonido de sus gemidos.

—Eres un embustero. Me dices eso para hacerme daño.

—Sabes que no. Lo sabes desde hace mucho.

—No es verdad.

—Sigue fingiendo, Rosa. Sigue que lo haces muy bien.

—Lárgate —le grita—. ¡Vete, hijo de puta!

Cuando Daniel abandona la casa, el silencio cae de nuevo sobre ella como la hoja de una guillotina. Desde el otro lado de los cristales, ve como su marido se introduce en el coche. La puerta automática del chalet se abre y el auto arranca perdiéndose de su ángulo de visión. Las ráfagas de agua azotan el jardín, inclementes. Un rayo parte el cielo en dos. Durante unos segundos, su resplandor ilumina los árboles que parecen espectros avanzando hacia la casa. Rosa se estremece.

Haciendo un esfuerzo colosal —es como si sus pies no obedecieran la orden de ponerse en marcha—, se dirige al dormitorio. Al pasar por delante de la cómoda, se detiene y fija su mirada en uno de los marcos que reposa sobre ella. Desde el otro lado del cristal, una mirada azul, enmarcada en un pelo rojo centelleante, la desafía. «Para mi gotita de agua. Tu hermana Silvia». Con  una cólera descomunal, coge el marco y lo estampa contra la pared. Una punzada le taladra el vientre. Temiendo que las entrañas horaden la carne y se esparzan por la alfombra, se lo aprieta con las manos. Unas fuertes náuseas la obligan a vomitar. Vomita el café de la mañana, lo único que tiene en el estómago; vomita la rabia, la traición, la decepción; vomita los restos putrefactos de una vida impostada y el tiempo que lleva batallando contra las sospechas. Y cuando ya no le queda nada más que vomitar, se arrastra hasta la cama, se tiende sobre ella y comienza a golpear violentamente los cojines.

Y grita.  

Y aúlla.

El sonido del teléfono la despierta. Aturdida, se incorpora sin saber dónde está ni cuánto tiempo ha pasado. Todo está oscuro. Una tenue luz blanquecina  procedente de las farolas de la calle se cuela por las rendijas de la persiana. El móvil continúa sonando. No sabe dónde lo habrá dejado. Tampoco tiene ganas de levantarse para ir a buscarlo.

Le duele todo.

La habitación huele a agrio.

Todo es silencio, rabia, descomposición.

La lluvia sigue cayendo inclemente.

Y la verdad se abre camino como un relámpago.

En ese instante comprende que tendrá que lidiar con ella para siempre. Toda la vida. Tal vez, incluso después de su muerte y, sobre todo, mucho después de saldar sus deudas con la justicia de los hombres. Porque ya no puede engañarse a sí misma. No lo ha hecho por Óscar. Tampoco para poder mirarse al espejo cada mañana sin despreciarse, como le dijo al juez. La verdad, la simple verdad es que no podía soportar la verdad. Y solo le quedaba el recurso de la venganza.

Aunque esa venganza los arrastre a todos como un torrente desbocado.

Alicia Domínguez

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Alicia DOminguez | #byrosariotroncoso | Sección: Ovillos y Juguetes | El Ático de los Gatos | #elaticodelosgatos
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