En busca del paraíso: el cinturón místico de la sierra de córdoba
Desde los albores de la civilización, de manera paralela a la ocupación de nuestra ciudad, la sierra, que junto al río ha constituido una de las dos fronteras naturales de Córdoba, ha contado con incipientes núcleos de población más o menos estructurados y organizados. De esos primeros pobladores, de los que ahora daré unas breves pinceladas, nos detendremos en dos momentos capitales, ambos relativos a la civilización Cristiana: los primeros eremitas del siglo V y los episodios posteriores a la Reconquista de Córdoba por Fernando III el Santo.
Para llegar a los capítulos que comprende esa horquilla temporal es de justicia citar, aunque de manera somera, la importancia que tuvo la sierra cordobesa en las etapas de dominación de nuestra ciudad por las dos civilizaciones que más han forjado su carácter y que más han influido en el ADN cultural del pueblo cordobés. Evidentemente hablo de las culturas romanas y árabes que, como ya comento, dejaron su huella y su impronta sobre las vetustas piedras de la que fue capital de la Bética y luz del Califato Omeya.
Ambos pueblos fueron conscientes de la importancia económica y defensiva que suponían las cumbres de Córdoba para la propia ciudad, pero más allá de estas cuestiones en las que en otras publicaciones he revestido de la importancia debida, estas líneas las voy a dedicar a otros recursos que estos montes ofrecen, dentro del sentimiento cristiano, ya sea vivido de manera individualista o colectiva: el retiro, el silencio y la espiritualidad.
El carácter anacoreta y eremítico siempre ha estado muy presente y en nuestra ciudad, concretamente en las faldas de la sierra y en las cumbres, dos puntos equidistantes que fueron el eje de esa espiritualidad, aunque bien es cierto que finalmente terminaría por inclinarse hacia la parte superior de la sierra, precisamente en esa búsqueda de silencio, fruto de las incomodidades que suponían las ampliaciones de la ciudad.
La Arruzafa, las ermitas, el Monasterio de San Jerónimo, el desierto del Bañuelo, la Villa de Froniano, comentada por San Eulogio o la propia iglesia de Santa María de Trassierra, han constituido esa rosa de los vientos para un hombre que, naufragó en un mundo de ruidos vacíos, ha navegado hacia Dios, surcando los silencios, las fragancias y la oración profunda que la soledad ofrece al amparo de nuestra sierra, una joya aún desconocida por los cordobeses.
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