El Ritual de JM Orozco
No espero que nadie crea o me compadezca por el relato que me dispongo a escribir. Estaría loco de pedir tal cosa, pues una parte de mí mismo, el sentido racional que habita en cada uno de nosotros, rechaza la veracidad de las vivencias de esta noche y que voy a describir a continuación.
Escribo con mi mano temblorosa aún por el miedo que siento al recordar los terribles episodios que hoy he sufrido, no puedo por menos que decirme a mí mismo, que no estoy loco, y que lo que mis afligidos ojos han contemplado es tan real como estas palabras que dejan constancia de ello.
Comienzo pues avisando a quien lee que las presentes líneas serán las últimas de mi vida, y creo conveniente que al que encuentre mi cuerpo inerte le debo una explicación. Y más aún dadas las circunstancias en las que encontraran nuestros cadáveres. Pero, insisto, no soy un demente, solo un hombre atormentado por la culpa, aterrorizado y destruido por un pecado tan aberrante, que vergüenza me da contarlo.
Permita que me explique, y para que entienda mis motivos creo conveniente empezar por el principio.
En mis cuarenta y dos años de existencia, he pasado por infinidad de dolencias, físicas y mentales. Aunque, ninguna pudo equipararse al día que mi amada Raquel puso mis efectos personales en la calle. Me ruborizo al admitir que el dramático desenlace se fraguó en la peor de las enfermedades que un hombre puede padecer, el alcoholismo.
Aquel elixir maldito hacía de mí una bestia horrorosa, un demonio agresivo y sanguinario salido del mismísimo infierno, siendo mi mujer la víctima del producto de mi embriaguez. Tal era el estado en el que me sumía mi ardiente enfermedad líquida, que llegue a infligir daño físico a mi esposa en repetidas ocasiones.
Tras meses soportando durante incontables noches el horror, los golpes, la humillación y todos los males físicos y mentales que ni la más retorcida mente humana pudiera imaginar, Decidió, con buen juicio, apartarme de su lado.
Así pues, con lo poco que me quedaba pude mudarme a un pequeño apartamento, donde no hice más que autocompadecerme y ahogar mi dolor en el fondo de una botella.
Explicar la dependencia que crea tal enfermedad resulta complicado. Solo los que la padecen pueden, en cierto grado, entender a lo que me refiero. Así, pese a ser la culpable de mis desdichas, buscaba su ardiente sabor como una medicina que me curaba a medias.
Cada golpe emocional cuyo origen estaba en los vidrios vacíos que se amontonaban en mi lúgubre y desdichado hogar, solo conseguían de mí que abriera otra botella. Me perdía entonces en un abismo de oscuridad permanente. Transformando mi vida en un ciclo infinito de ebriedad y alucinaciones producidas por aquel néctar que me envenenaba despacio, consumiéndome en silencio. Logrando así, que mi persona no consiguiera darse cuenta del abismo al que se precipitaba.
Todavía tiemblo de espanto y siento repulsión mientras escribo estas líneas al recordar la atrocidad en la que me trasformaba aquel enemigo que se presentaba todos los días como un salvador, una vía de escape de mi decadente existencia. Después, volvía la oscuridad, la desesperación, y el tormento al ver en lo que me había transformado.
Tan solo podía ver la luz, mejor dicho, sentir algo cálido cuando llegaba el día de visita de mi hija Rebeca, un angelito de seis años que gracias a Dios había escapado de sufrir la ira y la rabia que la bebida hacía crecer en mi interior.
Durante un día podía redimirme y estar con ella. Aunque, tengo que admitir avergonzado, que la mayoría de veces detestaba su presencia junto a la mía. Cuanto más se esforzaba en compartir su amor, su cariño, la ternura que derrochaba desde sus inmensos ojos verdes, más crecía en mí el rechazo hacia ella. Un repudio que nacía del asombroso parecido que tenía con su madre y cuyo recuerdo me atormentaba de forma dolorosa.
Una noche, mientras yo me hundía, absorto en mis excesos, Rebeca se daba un baño. Cantaba animada por la radio que tenía al borde de la bañera. Aquella noche se había comportado de forma más molesta de lo habitual, pidiéndome una y otra vez que la dejara escuchar música mientras se bañaba. De mala gana, accedí a regañadientes para que la niña cesara en sus intentos, que ya me resultaban tan molestos y desquiciantes al igual que su presencia en casa.
Un destello de luz, como un relámpago, sumergió la vivienda en una densa oscuridad, similar a la negrura en la que me precipitaba de forma habitual. Pero ahora, note que algo era distinto, parecía más… “real”. Si, en esta ocasión la mente no me jugaba una mala pasada. Unas tinieblas invadieron toda la estancia en cuestión de segundos.
Sentí un extraño escalofrío que me heló la sangre y me recorrió el cuerpo por completo, sacándome de mis retorcidos pensamientos. Después, un silencio incómodo se adueñó de la vivienda y no pude evitar sentir que me encontraba en una tumba fría en medio del submundo producido por los espectros que nacían de mi embriaguez.
Al horroroso escenario le acompañó un intenso olor a quemado, al tiempo que un humo grisáceo, danzaba desde el baño hasta mi presencia, como un fantasma que pretendiera perturbarme.
En ese instante, me percaté de que Rebeca no cantaba. Mi mente, lenta de toda reflexión lógica, no alcanzaba a entender lo sucedido hasta que llegue al baño mal humorado debido a que la pequeña no contestaba a mis llamadas.
Caí de rodillas ante la bañera. ¡Había sido un descuido! ¡Un infortunado accidente! ¡Yo no pretendía que eso pasara!
El pulso me tiembla cuando recuerdo lo que ahora me dispongo a relatar, Rebeca yacía boca arriba sin vida, flotando entre un mar de agua y espuma jabonosa de tonos rosados. La radio se había precipitado en el interior de la bañera, electrocutando a mi niña en cuestión de segundos.
El cuerpo de Rebeca, pálido, aún despedía humo. Sus ojos verdosos antes llenos de vida, me miraban ahora vacíos, inexpresivos. Tenía los labios amoratados y la boca entreabierta, parecía que hubiera querido gritar antes de morir. El pelo, negro como el ébano, danzaba al ritmo de las ondas del agua que habían surgido de los espasmos de su cuerpo mientras la electricidad la recorría. De la niña risueña y de viva alegría solo quedaba ante mí una carcasa inmóvil y fría. Ella, se había ido.
El rechazo que sentía por la niña me abandono. En su lugar una angustia insufrible, acompañado de una amargura punzante me sobrevino asaltando mi atormentada mente. Sentía un vacío que el whisky no sería capaz de llenar por más que lo intentara.
Extendí los brazos y saqué a mi difunta hija de aquel ataúd de agua para acurrucarla contra mi acelerado pecho mientras me hundía en un mar de amargas lágrimas, pidiendo a gritos una y otra vez que regresara conmigo.
La culpa comenzó a echar raíces en mi espíritu recorriendo mi ser, extendiéndose como una plaga que me consumía desde dentro. El monstruo en el que me había convertido acababa de arrebatarme lo único de humano que habitaba en mi desdichada alma. En silencio, me maldije a mismo y a mi adicción. Ella era la culpable de todos mis males, pero aún así, no la aparté de mi vida, más bien hice lo contrario, abracé su adictivo beso con más ahínco que nunca y la factura a pagar, fue mi pequeña.
Sin saber que hacer, deje el inerte cuerpo de Rebeca en el sofá envuelto en una toalla. Si mi conciencia se sentía herida por el descuido que supuso el final fatal de la niña, su mirada sin vida y dirigida al infinito, penetraba en mí de tal forma que fue mi deseo que la muerte me asaltara en ese momento. Eso habría traído consuelo a mi alma.
Horrorizado por aquellos ojos acusadores, solo pude tapar su angelical rostro para evitar su mirada vacía e inexpresiva.
Los hechos que siguieron a continuación me cuesta describirlos. Mi torturada mente no alcanza a comprender que tipo de perversión irracional me inundó, moviéndome a realizar tal locura como la que relatare a continuación. Quizá fue el hecho de procurar, de alguna manera, arreglar mi dramático despiste. Tal vez, se debió a un desesperado intento de volver a tenerla a mi lado, o, por que no expresarlo, el morboso y tentador deseo de desafiar las leyes de la realidad y de Dios. ¿Quién no ha sobrepasado el umbral del bien y del mal alguna vez por el solo hecho de tener prohibido tal propósito?
No. Debo ser honesto, todas aquellas razones, aunque válidas, no fueron el motivo que me impulso a cometer mi pecado, fue otro sentimiento más primitivo y cobarde, el miedo. Sentía un terror incontrolable al pensar que tendría que enfrentarme a Raquel, a rendir cuentas a la justicia por mi crimen y sufrir la humillación de las caras de desconocidos juzgándome. Me desesperé, cediendo a la idea más irracional que la mente humana pudiera concebir.
Recordé que la anciana que vivía frente a mí, gozaba de una extraña fama. De todos los rincones del vecindario, incluso de otras ciudades, acudían a verla personas desahuciadas y aquejadas por diferentes dolencias.
Enfermedades como cáncer, mal del espíritu por la pérdida de un ser querido, depresiones, dolor físico… La curandera que gozaba de fama de bruja más que de otra cosa, se atrevía con todo, incluso con temas menos ortodoxos como tratar con los muertos, y por lo que contaban, siempre tenía éxito.
Pero hacerla volver, eso era una locura, una demencia que crecía en mi mente enfermiza a cada segundo que pasaba.
La tentación fue más fuerte que mi débil voluntad y guiado por el egoísmo y la desesperación llame a su puerta con la esperanza de que me ayudara. Esta se abrió emitiendo un chirrido y tras ella pude ver una demacrada, sucia y harapienta anciana. Costaba pensar que esa mujer hubiera ayudado a tantas personas, ya que parecía más una indigente que una curandera.
Me sorprendió ver que era ciega y se me erizó todo el vello del cuerpo al oír su voz temblorosa y decrépita cuando pronuncio mi nombre. No supe cómo reaccionar, ante semejante escena me quedé paralizado. La anciana me sonrió y dijo que me estaba esperando. No me dio tiempo a explicar nada, pidió que aguardara y se perdió dentro de una casa iluminada por velas, la cual despedía un olor nauseabundo disimulado por el incienso.
Cuando volvió, me entregó lo que parecía una extraña receta arrancada de un libro y me dijo que lo que buscaba, se hallaba en ese antiguo papel. Luego, sin dejarme tiempo a mediar palabra, me advirtió que siguiera lo que estaba escrito al pie de la letra si quería que el ritual fuera efectivo, pues solo de esa manera Rebeca volvería conmigo.
Después clavó sus blanquecinos ojos sobre mí. Aquella mirada me impacto de tal forma que creí que la vieja podía verme. Sentí que se hundía en mi interior tan profundamente, que mi alma parecía descubrirse ante ella confesándole todo y cada uno de mis más oscuros secretos. Nunca olvidaré tal experiencia. No me puso la mano encima, sin embargo, me sentí violado.
Cuando la anciana se vio satisfecha, sonrió de nuevo, dejando a la vista unos ennegrecidos dientes. Comenzó entonces a explicarme las siniestras consecuencias de no realizar el ritual de forma correcta, pues tratábamos con fuerzas oscuras, antiguas, malévolas. Los demonios siempre están al acecho para cruzar a nuestro mundo si se lo permitimos, y un recipiente vacío, resultaba de lo más tentador. Abrir umbrales entre dimensiones sin la experiencia necesaria era peligroso. Pero, ¿qué podía hacer?
Terminada su advertencia, añadió que la media noche se acercaba y que esa hora, le otorgaría más fuerza al ritual. El tiempo ya jugaba en mi contra. Luego, como si se hubiera molestado, cerró la puerta de un golpe ante mí.
Durante unos segundos, me quedé paralizado delante del umbral. ¿Acaso lo estaba imaginando todo? ¿Habría la embriaguez creado tal ilusión? Esa andrajosa vieja consiguió que la sangre se me helara por dentro. No fue su aspecto, ni el hecho de que estuviera ciega. Lo terrorífico fue que en realidad, yo no le había explicado la muerte de Rebeca, quien era yo, las dramáticas circunstancias del accidente o el motivo que me llevo hasta su puerta. Simplemente lo sabía. Pero, ¿Cómo? Lo ignoro por completo.
De vuelta a los dominios de la peor de mis pesadillas, me asaltaban pensamientos contradictorios sobre lo que estaba a punto de realizar. No podía sacarme de la mente la descabellada idea de llevar a cabo el ritual.
Volver a la vida a un ser querido de entre los muertos, así dicho, suena a película. Pero la fama de la que gozaba aquella bruja era intachable. ¿Y si estuviera en lo cierto? tendría al alcance de mi mano restablecer mi error, pero, algo en el fondo de mi cordura me gritaba que no hacía lo correcto.
El mal ya estaba hecho, así que desistí de no llegar hasta el final con lo que me traía entre manos, se lo debía a Rebeca. ¿Qué podía perder?
Prendí la luz y comencé a leer la hoja que me había dado la anciana. El ritual requería ingredientes que fui colocando en la mesa: velas, sal, un cuchillo y el más importante, sangre humana.
Sin dudarlo, acerque un vaso, rompí una de las botellas de licor y corte la piel de mi brazo. El rojo líquido brotó al instante, deslizándose hasta el recipiente, llenándolo por completo.
Con todo preparado, retiré el escaso mobiliario del salón y comencé el maléfico conjuro. Lo seguí al pie de la letra con la esperanza de no desfallecer debido a la pérdida de sangre que había sufrido y la ebriedad que aún me azotaba. Todo estaba dispuesto. El pentáculo dibujado con mi sangre en el suelo, una vela de difuntos situada junto a cada punta de la estrella invertida y el cuerpo de Rebeca dentro del símbolo con sus extremidades apuntando hacia las luminarias y con una cruz de sal en la frente.
A media noche, con la sola iluminación de las velas comenzó mi pecado, mi aberración y atentado contra la pureza del cuerpo de Rebeca. Pronuncié con voz alta y clara todos y cada una de las palabras escritas en el pergamino tal y como la anciana me ordenó, sin errores. Me costó, ya que las inscripciones estaban en latín. Mi cordura fue puesta a prueba, sobre todo en el último gesto del oscuro acto, cuando tuve que hundir el cuchillo en el pálido e inerte pecho de mi niña.
Al transcurso de unos segundos, silencio. Pasaron algunos minutos, nada. El cuerpo de Rebeca no presentaba cambios.
Me sentí engañado. ¡Aquella maldita vieja me había tomado el pelo! Pero en el fondo, ¿qué podría esperar? ¿La resurrección de un muerto? No. Entendí que mi ebriedad me estaba llevando a cometer un sinsentido tras otro. Tras esperar unos minutos más, decidí dejarlo estar y me preparé para el fatal destino que me aguardaba con la justicia.
Me disponía a recoger el desastre producto de mi demencia cuando escuché algo. Fue como un murmullo lejano. Asustado me giré hacia el cuerpo de Rebeca, todo estaba igual.
Regresé a mis quehaceres y lo escuché de nuevo. El corazón me dio un vuelco y creía que mi razón me abandonaba. ¡Los labios de mi hija temblaron! ¡Su lengua parecía vibrar en el interior de su boca! ¡el pálido tono de su piel se volvió rosado! ¡El cuerpo convulsionó perdiendo su rigidez post mortem! ¡Los parpados temblaron y acto seguido… abrió los ojos! ¡Rebeca estaba viva! ¡Había vuelto a mí y me miraba de nuevo con sus grandes ojos verdes!
Es obligatorio que haga una pausa querido lector antes de llegar a la clave del entramado para que entienda lo que va a ocurrir a continuación.
Compañero en esta macabra aventura, ahora, en este preciso instante, mientras mi hija yace dormida a mi lado, sostengo en la mano el cuchillo que le dio la vida, y que pronto acabará de nuevo con ella, como hará conmigo.
Cuando lea usted esto, entiendo que le pueda parecer que soy un monstruo, un ser sacado de la más terrorífica novela del escritor más perturbado. Pero como ya escribí antes, no estoy loco, y lo que me dispongo a hacer, es quizás lo único que pueda darle a mi alma un remanso de paz.
La niña volvió, pero había algo extraño, su mirada no era la de siempre. Sus ojos verdes penetraron en mí, desnudándome por dentro. Sentí pánico, horror, unos sudores fríos me asaltaron mientras Rebeca, me recorría con esa mirada carente de la inocencia propia de una niña de edad y con una sonrisa macabra dibujada en su rostro.
Aterrado, me dirigí de vuelta a la mesa y revisé la hoja del papel. Leí con desesperación, buscando algo a lo que aferrarme, pues deseaba que el sentimiento que crecía en mi interior, no fuera cierto.
Todo se realizó de forma correcta. Entonces me di cuenta. El conjuro se tenía que llevar a cabo con la sangre de una virgen, un alma pura, y yo, había usado la mía.
Me entiende ahora, ¿verdad? He mancillado lo más puro que existe, la vida de una niña inocente. Todo por mi adicción y egoísmo, y si ha sido capaz de llegar hasta el final de lo que comprendo le parezcan los delirios de un hombre enfermo, le recuerdo: No estoy loco, pues tras dejar caer el papel al suelo, con un sentimiento de miedo indescriptible, me volví hacia la pequeña. Esta, no había variado el gesto ni la sonrisa y con un hilo voz acerté a llamarla por su nombre. En silencio, mi mente fatigada decidió en un fragmento de segundo que nuestras vidas debían llegar a su fin cuando aquella desconocida respondió “Rebeca está muerta, papá”.
JM Orozco
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TítuloEl Ritual de JM Orozco