No había terminado bien la noche cuando algunas horas después de cada desalojo volvían a aparecer en las esquinas las primeras vigas, los tablones sobre los cuales se asentaban bloques de cemento macizo, y una que otra teja de eternit que volada por un viento fuerte ahora retornaba con docilidad al techo de donde había salido.
Eran casas pequeñas, una junto a la otra, sólo una sala y comedor, dos habitaciones con ventanas encuadradas hacia callejones sin salida, y un patio común por donde corrían perros persiguiendo gatos, y gatos siguiendo el rastro de ratones que saltaban sobre las bolsas y los cubos pestilentes de la basura.
La fuerza policial entraba con volquetas, excavadoras, y un contingente de más de veinte agentes. Al principio encontraron ahí algunas familias. Montaron a los niños en la volqueta, y a hombres y mujeres les hicieron firmar un papel de compromiso, en el cual afirmaban la intención de no volver a meterse en aquellos predios sin tener títulos de propiedad.
La segunda vez que llegó la fuerza de la ley habitaban ahí un grupo de drogadictos dormitando sobre viejas esteras. A todos se los llevaron. Procedieron a derrumbar paredes, romper los vidrios de las ventanas, y expulsar a gatos, perros, ratas y ratones famélicos.
Sin embargo, tras varios días, se empezaron a notar otra vez las varillas de las columnas y el brillo de los techos intercalados con el zinc. Nadie aparecía por esos lugares. Pero todos los habitantes de los barrios circunvecinos coincidían en que esas casas no se construían solas, que es un grupo de gente que aprovecha la quietud de las calles por las noches y en esos momentos vuelven a montar bloque sobre bloque y piso sobre tierra. Aunque no se vieran ni las sombras.
La tercera vez que llegó la policía lo hizo con el secretario de infraestructura. Y pernoctaron en la biblioteca aledaña al lugar con el fin de percatarse sobre la realidad que diera alguna explicación a este fenómeno inédito en la cotidianidad de la ciudad. Estuvieron atentos la mayor parte de la noche, afuera en la amplia terraza que hacía parte de ese edificio.
Al inicio empezaron tomando café para soportar la jornada larga que los esperaba. Organizaron equipos de rondas que se turnaban cada hora para pasar revista desde las esquinas hasta el cerco de alambre de púas reforzado, frontera con el barrio colindante. No ocurrió nada. Ni un silbido de alerta, ni un chasquido de ramas secas.
Después decidieron entrar a la biblioteca, y resguardarse así de las inclementes punzadas de los mosquitos que a esa hora atacaban en bandada, como si fueran un puñado de caníbales que tras años de hambruna se abalanzaban sobre cualquier resto de carne roja.
La biblioteca era en realidad un edificio que se caía a pedazos. Varias salas de consulta empolvadas por donde se debía pisar con cuidado para no patear uno que otro animal muerto. Los libros estaban encajetados en el cuarto de máquinas. Las estanterías ahora se convirtieron en el corredor de ratas que saltaban como ardillas de una a la otra sin importar distancias. Y una cocina en el lado derecho en cuyo mesón sólo se dibujaba el mapa de múltiples orines y restos de la mierda de aquellos roedores.
Pero toda aquella incomodidad, toda aquella suciedad, no importó. El secretario, vencido por el sueño, se roció en brazos, piernas y cara, el repelente recomendado a última hora por su mujer. Buscó unas sillas, las acomodó en línea recta, y ahí se acostó. El comandante de la policía hizo lo propio. Y los agentes, al ver el ejemplo de sus superiores, decidieron acatar esa orden tácita. Buscaron rincones para pegar los párpados. Las rondas obviamente se suspendieron.
A la mañana siguiente empezaron a marcharse, justo a la hora en que la claridad se vislumbraba sobre los vidrios de los ventanales de aquel edificio. Pero no llegaron bien a las camionetas que ya estaban ahí esperándolos para emprender el regreso, cuando no dieron crédito a lo que estaban viendo: las casas otra vez levantadas. Toda una manzana.
El secretario de infraestructura, quien fue el último en salir de la biblioteca, al abrocharse el cinturón y amarrarse los cordones de los zapatos, miró desprevenidamente hacia un lado en aquella sala donde había mal dormido. Encontró sobre un empolvado escritorio un libro de un autor obviamente desconocido para él: 1984 de George Orwell. Y sobre la carátula, marcado con lapicero negro, un nombre: Arsenio de la Cuesta. El bibliotecario que todos los días cumplió con su horario, aunque no atendiera a ningún público porque nadie visitaba aquella biblioteca ni por descuido, hasta su muerte horas después de haber sido notificada su jubilación.
En la portadilla, debajo del título de aquel libro amarillento, permanecía una nota escrita de su puño y letra, tal y como aparecía también en cada pared recién levantada sobre el cemento aún fresco: "Por aquí estuve yo"...