Reseña: Forzado a viajar de Pablo Andrés Rial (Paserios Ediciones, 2023. Colección Zanate de Poesía)
Me gustaría comenzar diciendo que deberíamos habituarnos más a reconocer en un objeto en apariencia tan simple como un libro la confluencia heterogénea de esfuerzos y voluntades. Un libro no es un hecho fortuito, una casualidad que de pronto se materializa en nuestras manos o en los aparadores de las librerías. Un libro es en realidad la historia de un proyecto, un punto de llegada y, a la vez, –desde que éste sale de la imprenta– un punto de fuga para todos aquellos que se adentren en sus páginas.
Comienzo de este modo y no de otro porque creo necesario reconocer, en primer término, el esfuerzo de las editoriales independientes que, como Paserios Ediciones, sobreviven al embate desigual del mundo del libro. Porque en verdad no es lo mismo celebrar la aparición de un título cuando éste fue gestado en el aparato mediatizado e hiper-industrializado de los sellos internacionales. Paserios, por el contrario, tiene nombres y apellidos, tiene manos y voces reconocibles. La apuesta de su catálogo –por si fuera necesaria la aclaración– no parte de qué tantas ganancias se obtendrán, de las famosas tendencias del mercado, de los estudios de población y los target groups. Pues, Paserios tiene un compromiso, primero que nada, con el talento, con la escritura, con la calidad, con sus autores y –aunque aquí me aproxime peligrosamente a la cursilería– con la literatura.
Dicho lo cual, uno tiene la confianza de que Forzado a viajar, de Pablo Andrés Rial, difícilmente lo decepcionará. Se trata, a grandes rasgos, de un poemario atravesado por un caleidoscopio de escenas procedentes de la cotidianidad; breves postales y fotografías fugaces de lo que podríamos englobar dentro de la ambigua etiqueta de “vida común”. Y aquí uno está tentado a preguntarse por la naturaleza poética de algo tan simple y anodino como salir a caminar, sentarse en una banca de la plaza, observar a las personas que transitan por ella, los árboles y las formas oblicuas del viento.
Creo que el libro de Pablo Andrés Rial resulta novedoso precisamente por esta voluntad de observación, pero también por un tema que subyace en sus versos. Me refiero a algo tan indispensable y a veces tan poco valorado como el ocio. Y es que mientras lo leía no pude evitar pensar en la última vez que yo hice todo eso, despreocupado, sin mensajes que responder, sin tareas apremiantes, sin necesidades enfermizas de productividad. Simplemente salir, observar, reconocer en lo sencillo la vastedad del mundo, de sus experiencias y sus transformaciones.
La poesía de Rial no necesita de un lenguaje complicado, de imágenes y metáforas enredadas, sino que más bien tiende a la expresión, al descubrimiento y a la implícita necesidad de saberse escuchado. Se trata, entonces, de versos sencillos, de estructuras ágiles y breves. Visto desde otro ángulo, podría decirse que también nos hallamos ante un conjunto de textos que yo no sé por qué me hicieron pensar en cierta lógica regida por el aforismo, por el pensamiento espontáneo, guiado por una verdad pequeña, modesta, pero no por ello menos absoluta por lo que tiene de cierto.
Los objetos que habitan este poemario ejemplifican de forma elocuente un poco de lo que aquí deseo expresar. Se trata de cosas simples como la cadena de una bicicleta, unas cuantas semillas, un frasco de mermelada, un “domingo eterno que se va”, el “mismo árbol de siempre” o una silla vacía. Me siento tentado, pues, a reconocer en todas estas cosas detonantes, no sólo de la sensibilidad de quien sabe encontrar en ellas una significación distinta, sino también asideros de la memoria. Lo sabemos muy bien, se trata de pequeños objetos, o simplemente de materiales que de ordinario ignoramos, pero que vistos a la distancia, nos parecen piezas fundamentales de aquel tiempo en que realmente nos sentíamos vivos. Como cuando de niños guardábamos en cualquier caja o frasco un montón de botones, piedras, taparroscas, cuerdas o cualquier otra cosa que alimentara nuestra imaginación y, de repente, por alguna afortunada casualidad, hallamos dicha caja pasados ya tantos años que nos parecen una eternidad.
La poesía de Pablo Andrés Rial se mueve entre la contemplación y el saber hallar las cosas, pero además añade aquel componente reflexivo que termina por redondear el significado de lo que ha sabido encontrar. Quiero citar como ejemplo el siguiente poema:
Hay una cuadra
en la que si uno espera
se cruza con señoras amables
que saludan.
Y uno
fácil de imágenes
vuelve a ser nieto.
Ahí está la estampa de lo cotidiano, la situación que más de uno sabrá reconocer, pero no sólo eso, sino además la conciencia de que aquella brevedad es capaz de operar una transformación, de trasladarnos de forma espontánea a otra edad, a otro espacio, y al hacerlo de sustraernos del flujo gris de la rutina.
De tanto saber ver, no extraña que por momentos la mirada de Pablo Andrés se funda con aquello que observa. Dice en otro poema: “Soy ese gato / que sube al árbol y no puede bajar”. Esto, más que del afán por diseccionar de forma objetiva el mundo, nos habla de la capacidad de empatía de quien presencia la escena. Se trata no solamente de la visión, sino de la experiencia, del saber sentir y reconocer al otro. Habría también que señalar cierto tono lúdico que ayuda al poema a distanciarse de las pretensiones obsesivas por develar el sentido de las cosas. En su lugar, uno tiene la impresión de participar por momentos de un juego, de volver a ser niños y subir, como hace el gato, a un árbol del cual ya no podemos bajar.
Pero así como el ocio nos permite ver desde una óptica distinta lo que nos rodea y reconocer en todo ello lo que tiene de significativo para nosotros, también nos obliga a afrontar nuestra propia soledad y el sutil sentimiento de tristeza o de desamparo que viene cuando el trabajo y las obligaciones se terminan y nos quedamos ahí, solos con nuestros pensamientos. Es quizá por esto mismo que hay una cierta nostalgia que recorre los versos de Pablo Andrés, apenas perceptible en algunos casos, pero incapaz de ser ignorada por el lector atento.
No se trata, sin embargo, de un dolor o de una pérdida melodramáticos, sino de la melancolía tenue de pensar en los que ya no están, de saber que ciertos lugares y ciertas personas han cambiado, o simplemente de caer en la cuenta de que ya no volveremos a ser los niños de antes. Dice Rial:
Las personas muy felices
creo
no entendieron nada
o
lo entendieron todo.
Antes de terminar, quisiera volver al asunto del ocio, pero pensado desde otro lugar. Me refiero al tiempo de la lectura y la forma tan sencilla en que ésta se contrapone a la hiper-productividad de nuestro estilo de vida. Porque es cierto, la lectura y el ocio siempre van de la mano, pues una no es posible sin la otra. Al final de la lectura no nos queda un producto cuantificable, medible, capaz de ser comercializado y distribuido. Pero a mi juicio, tampoco nos quedan aquellas aspiraciones de crecimiento personal e intelectual. No, se trata, más bien, de un respiro de los sentidos, de un permanecer quieto y en silencio, un sentir las cosas que nos rodean, que se aproximan y que se manifiestan en su propio dinamismo, tal como –no está de más decirlo– sabe hacer el libro de Pablo Andrés Rial.
CDMX, Tlalpan, enero de 2025
Armando Gutiérrez Victoria