REVISTA CULTURAL BLANCO SOBRE NEGRO


 

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Jirones de Vida. Tiempos de Infancia.

Entraron por la ventana. Una legión de mariposas revoloteaba alrededor de ambos niños. Luis y su amigo, el hijo del minero, percibieron sus multicolores presencias.  Sólo sus ojos. Segundos después, la puerta de la clase se abrió sorpresivamente, adelantándose al paso de aquella procesión alada de la que ningún otro niño era consciente. Estaban ocupados en las explicaciones del maestro.

--¿Las seguimos? –preguntó Luis a su amigo-.

Así abandonaron el colegio. Como espíritus translucidos. Sin ser vistos.

Las siguieron hasta la estación del tren que comunicaba el Aljarafe con Sevilla.

El reloj de la vieja estación marcaba las doce de la mañana de un Viernes, trece de Mayo, de mil novecientos setenta. La bocina avisaba de la llegada del tren de cercanía mientras los viajeros encaminaban los pasos hasta el andén.

--¡Vamos! –Luis detectó un incipiente temor en su cómplice. Nunca habían subido a un tren. Jamás habían viajado solos, ni a Sevilla, ni a ninguna otra parte. No tenían edad para ello-. ¡Vinieron por nosotros! –fijó su mirada en el vuelo de las mariposas-.

--Pero, ¿dónde vamos? –interpeló Manuel con cierta preocupación-.

--A una aventura. ¡A Sevilla!. Allí es donde nos llevan –respondió Luis dando un salto para seguirlas-.

Entraron en el vagón señalado por la nube de mariposas. Los viajeros iban y venían mientras los niños permanecían aún en estado de transparencia. Los viajeros charlaban, el revisor del tren recorría el pasillo y nadie hacía hincapié en ellos que clavaban la mirada en la ventanilla con los ojos redondos por la impresión de aquella aventura. Así estuvieron hasta su destino en la Estación de Córdoba. Luis reconocía el hermoso edificio de estilo historicista, que fuera pabellón de la ciudad durante la Exposición Ibero-Americana de mil novecientos veinte y nueve, y lo reconocía porque pasaba a menudo en el Seat Seiscientos conducido por su madre.

Las mariposas reaparecieron en la Estación de Córdoba. Los esperaban a la salida del vagón por donde los niños habían entrado.

--¡Aquí están! ¿Ves cómo vienen por nosotros? –una alegre y contagiosa risa confirmaba su seguridad-.¡Vamos a seguirlas!.

Las mariposas describieron el camino desde la Calle Alfonso XII hasta un gran edificio que ocupaba la mitad de la plaza sobre la que campeaba la estatua de un extraordinario pintor. Los niños entraron sin dificultad en el magnífico edificio. Atravesaron el primero de los claustros del que fuera un convento mercedario y de allí se adentraron hasta una enorme sala de cuadros de tamaños colosales ante los que se sintieron aún más pequeños e indefensos. La boca de Luis se abrió como nunca, configurando un ¡oohhhh! de sorpresa. Su pequeñez era aún más diminuta rodeado por inmensos oleos. Sólo salió de la sorpresa cuando aquella procesión de coloridas mariposas aleteo hasta revolotear junto a uno de los cuadros.

--¡Miraaaaaa! –señaló Manuel admirado-.

El hijo del minero, a quien sólo le fascinaban los minerales, cayó sobrecogido ante la celestial e imponente imagen de un arcángel, vestido de fuego, cuyas manos sujetaban una fulgurante espada flamígera mientras desplegaba las alas. La visión de Uriel, colgado de un lienzo en el Museo de Bellas Artes, quedó impresa en las retinas azules de Luis. La imagen debió traspasarle el alma porque, desde entonces, y en cada uno de sus días infantiles, sentado junto a su madre en la mesa de camilla, no dejó de dibujarlo con lápices y papel, de manera incansable, hasta asumir que aquel cuadro iluminaría su camino y conduciría sus pasos.

Sevilla, 12 Octubre, 2023 Reformado 03/05/2025

Carmen T.C

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